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Vivimos en un país sin memoria. Un país con miedo y en constante
zozobra por causa de la violencia, producto de una histórica
injusticia social. Esta situación nos es tan tristemente familiar,
que parece acompañarnos desde la infancia, y pareciera querer
acompañarnos hasta nuestra vejez.
Según las estadísticas oficiales, la localidad de Kennedy es una de
las más violentas de Bogotá. Estas cifras que devienen en prejuicios,
generan un velo frente a esta parte de la ciudad, rica en toda suerte
de experiencias, la mayoría de ellas positivas y edificantes aunque
nos resistamos a creerlo. Los efectos de esta violencia -a los que ya
estamos acostumbrados- son entre otros la amnesia selectiva, la
indiferencia constituida en mecanismo de defensa, y la segregación,
cuyos efectos abarcan toda la vida y emergen como fantasmas en el
momento menos esperado.
Sin embargo, pasan siempre desapercibidos los valientes,
entre ellos muchos artistas locales que se atreven a registrar y
documentar, o al menos a señalar y visualizar estos complejos
procesos que ineludiblemente nos afectan. Tales conflictos -por
no llamarlos guerras- se dan tanto en nuestro interior como en
nuestro exterior, es decir, en nuestra mente, en nuestros hogares y
en nuestras comunidades. Pero mientras percibimos esta violencia
cotidiana a través de los manipulados medios de comunicación,
ellos la viven en carne propia porque cada día toca a sus puertas.
Una ventana hacia el sur de la ciudad
En este difícil contexto, a diferencia de algunos gestos
relacionales que están de moda en las facultades de arte, tal vez
por el agotamiento de los referentes modernos tardíos con los que
fuimos educados, los artistas de Kennedy -en su mayoría empíricos
o autodidactas- buscaban afanosamente realizar piezas que
“parecieran arte”, que fueran “vendibles” o al menos “aceptadas” por
sus amigos y conocidos locales. Esta situación ha cambiado gracias
a la realización de una serie de talleres, conferencias y actividades
pedagógicas que, más que enseñarles a “hacer arte”, les ha
permitido descubrir que hay otras formas de pensar, proceder,
analizar y poner en obra ideas elaboradas, lo cual les ayuda a salir
de su forma de proceder habitual, y les permite explorar otras
formas de enunciar y denunciar.
Por otro lado, es gratificante constatar cómo cada uno de los
artistas que hacen parte del programa ARTECÁMARA TUTOR va
encontrando y decidiendo su camino a partir de la información
recibida durante el proceso, al igual que por la confrontación
de su trabajo en un contexto especializado y personalizado. En
consecuencia, sus horizontes se ven ampliados, pues además
de ser creadores, también pueden desempeñarse como tutores,
gestores o animadores culturales (con la debida formación
continua) con el fin de diversificar y optimizar sus formas de operar
en estos tiempos de crisis.
Franklin Aguirre
Asesor y curador
Programa Artecámara Tutor